La «brecha digital» es al revés: en Silicon Valley mandan a sus hijos a escuelas «cero TIC»
Se acaba de publicar en Estados Unidos La generación más lerda se hace mayor. De jóvenes atontados a adultos peligrosos (Regnery), donde Mark Bauerlein, quien hace quince años clamaba casi en solitario contra el error de digitalizar al máximo la educación y el ocio de los niños y jóvenes, expone cómo se han visto confirmados sus temores. De hecho, buena parte de los creadores de tecnología digital envían a sus hijos a escuelas con "cero TIC [Tecnologías de la Información y la Comunicación]".
El mismo Bauerlein ha sintetizado sus conclusiones en First Things (los ladillos son de ReL):
Cómo los jóvenes digitales se convirtieron en adultos infelices... y peligrosos
Hace una docena de años, quienes observábamos con ojo escéptico no podíamos decidir qué nos preocupaba más: si los quinceañeros que pasaban una media de ocho horas diarias con los medios audiovisuales o los adultos que se maravillaban ante ellos. ¿Cómo podían los mayores y más sabios ignorar los peligros que implicaba el que los adolescentes leyeran menos libros y pasaran más horas frente a la pantalla?
Debería haber habido muchas, muchas más críticas. Las pruebas eran voluminosas. Incluso cuando sus defensores aclamaban el advenimiento de la juventud digital, los signos de daño intelectual se multiplicaban.
El fiasco
En lugar de prestar atención a las señales de alarma, las personas en posiciones de autoridad las racionalizaron. Bill Gates, Margaret Spellings [secretaria de Educación con George Bush hijo] y Barack Obama les dijeron a los millennials que tenían que ir a la universidad para adquirir las habilidades del siglo XXI que les permitirían desenvolverse en la economía de la información, y las escuelas les subieron la matrícula, les concedieron préstamos y les dejaron cinco años después de la graduación en el estado de los aparceros de principios del siglo XX: las competencias que habían desarrollado en la universidad y las técnicas digitales que habían aprendido por su cuenta demostraban a menudo no ser de ayuda en el mercado de trabajo. ¿La solución? Ser más flexibles, móviles y adaptables.
Los estudiantes de secundaria han fracasado en los exámenes NAEP (National Assessment of Educational Progress, consideradas "las notas de la nación") en historia de Estados Unidos y educación cívica, pero muchos se han encogido de hombros: ¿por qué preocuparse, ahora que existe Google? ¡Los niños siempre pueden buscarlo ahí! En una columna de agosto de 2013 en el Scientific American, un autor recordaba que su padre le pagaba cinco dólares para que memorizara los presidentes de Estados Unidos en orden y reflexionaba: "Quizá pronto concluyamos que memorizar datos ya no forma parte de la tarea del estudiante moderno. Tal vez debamos dejar que el smartphone procure esa información cuando sea necesario".
Teniendo en cuenta lo pedestres que parecen hoy Facebook, Twitter y Wikipedia, por no hablar del aura de excéntricos de sus fundadores y directores ejecutivos, es difícil recordar el caché de Maestros del Universo y del ir-con-los-tiempos del que gozaban en la fase Web 2.0 de la revolución (la primera década del siglo XXI).
El cambio se produce tan rápido que olvidamos la espectacularidad de la novedad, aquellos días en que los amantes del mundo digital tenían todo el ímpetu y eran lo cool. Como me dijo hace poco un amigo que se dedicó a la escritura técnica en los años 90, "entonces era taaan divertido". Nadie quería escuchar las desventajas, especialmente cuando se ganaba tanto dinero. Las puntuaciones de la selectividad en lectura y escritura seguían bajando, pero en todos los mensajes de texto, chats, blogs y tweets era fácil encontrar a los estudiantes de secundaria expresándose de muchas otras maneras, escribiendo más palabras que cualquier generación de la historia.
Una encuesta muy comentada realizada en 2004 por la National Endowment for the Arts (NEA), La lectura, en peligro. Estudio sobre la lectura de literatura en Estados Unidos, descubrió un sorprendente descenso en el consumo de literatura de ficción, poesía y teatro por parte de los adultos jóvenes, ya que solo el 43% de ellos leía algún tipo de literatura en sus horas de ocio, 17 puntos porcentuales menos que en 1982. Sin embargo, cuando presenté estos resultados en docenas de reuniones académicas y en campus universitarios (yo había trabajado en el proyecto de la NEA), los profesionales los tacharon de alarmistas y reaccionarios, producto de un "pánico moral" que no se diferenciaba de la acartonada alarma que causaron Elvis y los cómics cincuenta años antes.
La "brecha digital", al revés
El 26 de octubre de 2018 apareció un artículo en el New York Times sobre una tendencia sorprendente en Silicon Valley. Llevaba el título La brecha digital entre los niños ricos y los pobres no es lo que esperábamos, y citaba la preocupación común durante finales de la década de 1990 y la década de 2000 de que los niños acomodados tendrían mucho acceso a las herramientas digitales y a internet, mientras que los niños pobres, al carecer de un ordenador, se quedarían más rezagados en el rendimiento académico y la preparación para el trabajo. La revolución digital no sería un gran igualador. Se temía que exacerbara las desigualdades, ya que los estudiantes privilegiados "adquirirían conocimientos tecnológicos y crearían una brecha digital", decía el artículo.
Sin embargo, en 2018, once años después de la venta del primer iPhone y catorce años después de la fundación de Facebook, algo diferente e inesperado estaba sucediendo: "Ahora, a medida que a los padres de Silicon Valley les entra cada vez más pánico por el impacto que tienen las pantallas en sus hijos y se dirigen hacia estilos de vida sin pantallas, aumenta la preocupación por una nueva brecha digital".
Mientras las escuelas públicas que atienden a niños pobres y de minorías impulsan programas de ordenadores portátiles individuales, observaba el periodista, los ejecutivos de Palo Alto y Los Altos envían a sus hijos a campus privados de baja tecnología como las escuelas Waldorf. Un psicólogo [Richard Freed], que había escrito recientemente un libro sobre los peligros de las pantallas [Wired Child], dijo al reportero que cuando instó a las familias pobres de East Bay a alejar a sus hijos de internet, estas se sorprendieron, mientras que los padres de Silicon Valley abarrotaban sus seminarios, pues ya habían leído y apreciaban su obra.
La gran paradoja: mientras los estados invierten millones en tecnificar las aulas de las escuelas públicas, muchos millonarios envían a sus hijos a aulas sin tecnología, donde se fomenta el aprendizaje clásico. Foto (contextual): Redeemer Classical School, con un currículo basado en el trivium y el quadrivium y formación cristiana (protestante).
Los padres preocupados que citaba el artículo eran todo lo contrario a los luditas. Tampoco eran conservadores sociales, ni cristianos fundamentalistas, ni tipos de grandes lecturas. Venían directamente del vientre de la bestia digital, incluido el ex ejecutivo de Microsoft que señalaba la habitual campaña ("Circula por ahí un mensaje que dice que tu hijo va a quedarse inútil y en una dimensión diferente si no está [sic] en la pantalla") y añadía un hecho subestimado que expresa muy bien su desdén: "Ese mensaje no suena tan bien en esta parte del mundo".
Las TIC se nos escapan de las manos
El artículo no lo menciona, pero el propio Steve Jobs era famoso por mantener su propia casa y a sus hijos bastante libres de tecnología, y un artículo paralelo del Times publicado al mismo tiempo y por la misma periodista, Nellie Bowles, encontró más celebridades de la tecnología haciendo lo mismo. ¿Por qué? Porque, según explicaba Chris Anderson, ex editor de Wired y director de una empresa de robótica, "pensamos que podíamos controlarlo. Y esto está más allá de nuestro poder de control. Esto va directamente a los centros de placer del cerebro en desarrollo. Esto va más allá de nuestra capacidad de comprensión como padres normales". De hecho, lo comparó con la adicción a la cocaína.
Estos desertores no tienen ninguna objeción ideológica o de principios contra las redes sociales, solo el deseo de que sus hijos no pasen mucho tiempo frente a la pantalla. Quieren que sus hijos vayan a las universidades de Stanford y Cal Tech, y saben que las horas on line no ayudan. Han visto cuánto dinero ganan las empresas tecnológicas vendiendo herramientas a los distritos escolares ("Apple y Google compiten furiosamente para introducir productos en las escuelas y dirigirse a los estudiantes a una edad temprana"), porque una vez que un joven adopta una marca, tiende a quedarse con ella. También saben que numerosos psicólogos ayudan a las empresas con el "diseño persuasivo", la ciencia de hacer que la gente entre en un sitio y lo mantenga.
No les hacía falta ver el programa del informativo de la CBS 60 Minutes del año anterior sobre el "hackeo del cerebro" para darse cuenta de las manipulaciones que se producen o para escuchar a Bill Maher comentarlo así: "Los magnates de las redes sociales tienen que dejar de fingir que son amables dioses nerds que construyen un mundo mejor, y deben admitir que solo son cultivadores de tabaco con camisetas que venden un producto adictivo a los niños". Nadie podría afirmar que estos padres eran unos alarmistas desinformados. Sabían demasiado.
Un error pedagógico
Las personas entrevistadas en el reportaje no eran tampoco un caso atípico, ni miembros de su grupo de élite. Son el ejemplo de una tendencia nacional, una brecha digital contraria: los adolescentes de los hogares con menos ingresos de Estados Unidos acumulan un 42% más de minutos al día ante la pantalla que los adolescentes de los hogares con más ingresos (8:07 horas frente a 5:42 horas, según un estudio de Common Sense Media, 2015 [pág. 67]).
En los niños de hasta 8 años las diferencias en uso de pantallas según los ingresos familiares son también significativas: en 2020, 3:48 horas (ingresos inferiores a 30.000 dólares anuales) frente a 1:52 horas (ingresos superiores a 75.000 dólares anuales). Fuente: Common Sense Media, 2020, pág. 11.
Mientras los académicos insistieron durante años, en términos apremiantes y radicales, que los jóvenes debían adquirir las últimas herramientas para salir adelante y unirse a esa élite ("Para seguir el ritmo de una cultura tecnológica globalizada debemos replantearnos cómo educamos a la próxima generación[,] o Estados Unidos se quedará 'atrás'"), los individuos con más éxito y más conscientes de esta tecno-cultura supercompetitiva actuaban de forma contraria. Cuando vieron a sus propios hijos ante la pantalla, estos magos de la alta tecnología lamentaron lo que habían creado.
Que estos escépticos habiten en la misma industria que produce las herramientas y, sin embargo, adviertan del daño que causan con más fuerza que los guardianes profesionales de la educación y la tradición; que las personas que trabajan en Google muestren más circunspección que los profesores de humanidades, los consultores escolares y los periodistas culturales; que los líderes de las escuelas públicas sigan adelante con el cableado de los dispositivos en las aulas de una manera que lleva a los inventores de esos mismos dispositivos a retirar a sus hijos... no era simplemente un giro irónico. Era una condena a los profesionales. Desde el principio, deberían haber dicho a todo el mundo que fuera más despacio, sobre todo a los niños.
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